Me voy en busca del silencio. No, no ese que hace unos días proclamaba Rivera, sucio de propaganda y cargado de ruido. Persigo un silencio que me obligue a no hacer, a no hablar, a no pensar. Elijo el mismo destino que hace un año. También en ese momento suspiraba suavizar premuras, pero además, celebraba cambios de trabajo, de casa, de latidos… Hoy, esos cambios configuran mi realidad. Una realidad que todavía flota, por la que remo con una brújula que oscila prisas y buenhumor y que parece, todavía, marcar un destino momentáneo, como de prestado.
De nuevo, mi única acompañante es La Pitaneta, a la que doy ánimos antes de empezar y a la que mareo con mis cánticos discordantes. Porque así inicio el viaje, con el volumen ganando a la velocidad y siendo corista de Nacho Vegas, Xoel López, New Reamon, María Arnal, Ruibal… entonando letras de vida, de esas que cuando suenan quieres creer que hablan de ti. Y lo hacen. Igual que del vecino de enfrente. Pero tal vez, lo único que cambia es la profundidad a dónde te llevan o la intensidad con que las abrazas.
Como medida preventiva decido no llegar a Tarifa del tirón, así que escojo Baeza como parada en domingo electoral, y de paso, ya, callo a Francisco. El pueblo me recibe con insolación y acicalamiento. Sus paisanos han salido de misa y están de aperitivo en las terrazas de las plazas y bulevares, ríen y brindan y ellas lucen peinados cardados y zapatos de Mari_tacón. Dan muestras de conocerse entre todos, también a los camareros que, sin prisa pero corriendo, sirven las comandas de una en una, que demasiados elementos en una bandeja provocan un vuelco. Decido dejar que el tiempo no incomode el momento, mientras pienso sobre cuántas Españas conviven en una. O quizá, son varias, aunque algunos se resistan a aceptarlo.
Alejada del público, Baeza suena a trinos y a pretérito y a vacío. Casas en venta y calles mudas. Los ancianos se sientan sin hora a ver los olivos desde el mirador, que es lo único inmutable en una vida que no deben entender. Intento reconocer a Machado en alguna esquina, pero no encuentro demasiada poesía en mi recorrido. Quizá no tenga que ver con el espacio, sino conmigo que sigo aún empapada de ciudad. Me encuentro con un colegio electoral, al que entro para ver cómo se está viviendo, de nuevo, saludos entre todos y mucha festividad.
La tecnología me sirve, para desde mi habitación, comentar los resultados con mi mundo como si estuviéramos todos en el bar. Lo mejor, como siempre, twitter y sus memes. Bendito humor.
Al día siguiente, el camino se hace más largo, quizá por las ganas de llegar. Y llego. Y ya sonrío al ver el peñón a lo lejos, y África más allá, mientras Tarifa me recibe con rugidos de viento, galanteos de mar, con la calma de un pueblo en siesta en el último lunes de abril. Algunos turistas ya meriendan y otros autóctonos recogen a los niños del colegio o empiezan a abrir sus comercios. En la Puerta de Jerez, están ellos. Mis queridos abuelos con boina y pocos dientes, con alpargatas y calcetines blancos, que sonríen y ven la vida pasar a través de turistas que entran y salen hurtándoles una pizca de oxígeno, pero que a cambio, les regalan una porción de futuro inesperado.
Ya con chanclas y bikini me voy a la playa, que me disfraza de arena y me alimenta de humedad. Ahí, esperándome, está esa línea que se postula como horizonte, y consigue mantenerse inalterable a pesar de los bandazos de las olas, a pesar del desgaste de nuestras miradas. Ahí sigue, tan lejos y tan cerca, tan estable, dando forma con delicadez a palabras como esperanza, como ilusión.

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