SANTA ENGRACIA 129

Al cerrar las primeras cajas, hace ya unas semanas, lloro. Dejo que las lágrimas sigan su camino, no duelen y duran un rato corto, intento entender qué me está pasando, no tengo claro que sea tristeza, ni todavía un síntoma de despedida. Tal vez es simple consecuencia del agotamiento emocional (y físico) de los últimos tiempos. O quizá, solo salen empujadas por la fuerza de la lírica de María Arnal, que suena a máximo volumen por toda la casa.

La recogida dura varios fines de semana. De lunes a viernes otros cambios y proyectos exprimen el resto de mí, la velocidad de los acontecimientos no me permite ser consciente que, ahora, toca ya decir adiós al espacio que me ha amparado durante los tres últimos años. A esas paredes que han sido mi hogar en esta etapa. Unas paredes que han cambiado por momentos en función de la luz exterior, descubriéndome nuevos ángulos, perspectivas con tonalidades diferentes, no siempre fáciles, pero siempre útiles. Una casa poco uniforme y de pequeños agujeros, rincones que se han ido haciendo míos y que hoy están llenos de cajas que me expulsan. Hace meses que la decisión estaba tomada, una no puede sostenerse por andamios ni traspasar puertas que te encogen, pero llegado el momento, despedirse no resulta cómodo. Resuena el miedo al cambio y se hacen eco los recuerdos. La ilusión con la que llegaste al barrio, las ganas de Ponzano, andar a todas partes, hablar de meteorología de la buena con el kioskero y hacerte amiga de la de la farmacia, algún cumple, varias veladas tranquilas y otras con resacas, conversaciones de trabajo con un té sobre la mesa, un último fin de año.

Hoy, aparecen de nuevo las lágrimas, con la última mirada a ese cielo que durante tres años ha estado muy cerca, a esa luna que contemplo desde la terraza, unos metros cuadrados que me han enseñado a cuidar las plantas, a cenar sin prisas, a respirar con calma.  No han sido años de grandes cambios personales, al menos no visibles, a excepción de una furgoneta que sí marca un destino y se mueve cargada de sueños e ilusiones.  Pero la sensación es que en esta casa se han ido hirviendo los ingredientes para un nuevo periodo. Y que, de repente, toca.

Nos vamos. Algo se queda.

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