Dejaron el mar atrás mientras se despedían de esos paisajes ardorosos, pintados a brochazos cálidos que los habían amparado durante quince días. Atrás se quedaban todas las olas que no habían vencido, a pesar de agarrarse de la mano para saltarlas con rabia y sin vergüenza. El sudor caía por sus cuellos al subir al coche, gota a gota. Bajaron las ventanillas para secuestrar algún golpe de aire que les permitiera seguir.
La música sonaba baja, ella intentó tararear la canción, tantos años y seguía sin poder aprenderse la letra. Su cuerpo acurrucado se perdía sobre el asiento. Con la cabeza sobre las rodillas elevadas mantuvo la vista hacia afuera. Su melena rozaba a momentos el brazo de él. Se concentró en contar los olivos encorvados que se vislumbraban a lo lejos. Solía hacerlo cuando era niña, uno, dos, tres… hasta diez y volvía a empezar. Él sólo movía la cabeza al compás de las notas, sin emitir ningún sonido. Se había revuelto el pelo con cuatro dedos, las gafas de sol le protegían del rayo que se colaba y partía el coche en claridad y sombra.
– Fíjate, qué secos están…¿verdad?
Él asintió con la cabeza, hizo el gesto de contestar pero guardó silenció. Al cabo de unos minutos buscó su mano. No la encontró. Ella siguió persiguiendo el paisaje. Un, dos, tres… hasta diez y vuelta a empezar.
Mª Eugenia
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