Solía despertarse cuando la oscuridad empezaba a capturar al cielo, a veces, si había madrugado, conseguía incluso llegar a despedirse del sol, y preguntarle cómo le había ido, y sus planes para mañana, si saldría a lucir, o si tenía cosas pendientes y había alertado ya a la lluvia y a las nubes para relevarle. Otras veces, sobre todo cuando había tenido un día anterior de mucho trabajo y se había quedado holgazaneando un poco más de la cuenta, le tocaba correr y atrapar a la luna, que estaba ya circulando, para poder así empezar su ruta. Siempre le era más fácil si se colocaba sobre ella, iba más rápido que saltando entre nube y nube, y además, le gustaba mientras tanto hablarle, que le contara qué veía, cómo algunos padres asomaban a sus hijos a la ventana y se la enseñaban para conseguir que se fueran a dormir, o cómo enamorados paseando por la calle o sentados en un parque se cogían fuerte de la mano y la señalaban como si solo estuviera para ellos, dejando que su simple presencia les empujara a besarse como si al día siguiente no fuera aparecer. Pero sobre todo, seamos sinceros, lo que más le interesaba de trasladarse con la luna era poder a ir comentando juntos cómo ayudar a todos esos humanos que, cada noche, gracias a él, miraban hacia arriba pidiendo deseos.
Sí, sí, es que ese era su trabajo, guardar sueños. Cada noche, con su cuerpo menudo viajaba por la penumbra del cielo, y ayudado de un largo y fino pincel adornaba el espacio negro y los alrededores de la luna pintando estrellas. Desde hacía ya mucho tiempo quedaban pocas de las verdaderas, no se sabía muy bien qué había pasado con ellas, se comentaba que quizás era por el modo de vivir en la tierra, que generaban sustancias que las estaban matando, y la únicas que sobrevivían apenas destellaban. Y no, claro, no era nada fácil imitarlas, no le salían todas iguales, se equivocaba con el número de extremidades, o a veces la luna se movía tan rápido o él se entretenía demasiado que incluso no le daba tiempo de colocarlas en todas las zonas. Se esforzaba mucho en verano, porque era cuando los humanos miraban más hacia arriba, estaban relajados y dedicaban un rato cada noche a recrearse con sus dibujos. O por ejemplo, cuando pasaba por la Isla de las Salamandras también pintaba muchas, porque sabía que los habitantes de allí no se cansaban nunca de buscar ilusiones en las alturas. Y claro que había truco, una vez acabadas, tenía que moverlas, a veces les daba un puntapié, como si fuera un futbolista, y otras veces las empujaba con fuerza con las manos, o si eran pequeñas las arrojaba lejos. Y era en ese momento, cuando se deslizaban, en el que alguien de abajo pedía un deseo. Al principio le costaba oírlos, le llegaban como un susurro, le costaba descifrarlos, pero con el tiempo aprendió a agudizar el oído y no se le escapaba ninguno. Rápidamente lo interpretaba con la luna, que le explicaba mejor quién lo estaba pidiendo, porque él desde tan alto no lo conseguía, pero la luna, mucho más poderosa sí veía a ese chico o chica que mirando hacia arriba, y cerrando los ojos con fuerza una vez había visto la estrella moverse, deletreaba con entusiasmo su anhelo, en voz alta, o para sus adentros.
Él los apuntaba en una libreta, y discutían con la luna el porqué de esa ilusión, de ese encargo, jugaban a imaginarse la vida de quien pedía el deseo, aunque a algunos ya los conocían, porque los veían siempre mirar hacia arriba, y mientras él pintaba las estrellas, la luna desde lo alto los espiaba con cariño, y con el paso de las noches se iba enterando de los pequeños sucesos de sus vidas. Casi todos las peticiones tenían que ver con el amor, a veces con alguna enfermedad o con algún examen o trabajo, y de vez en cuando con algún viaje o nuevos propósitos.
En realidad ni la luna ni él podían hacer nada para que se cumplieran, pero se dieron cuenta de que algunas personas no se rendían, y cada noche dedicaban un rato a mirar al cielo, a contemplar esas estrellas, los veían sonreír aun sin moverse ninguna, y quedarse tranquilos por un rato, observando esas luces en la oscuridad. Y sí, por supuesto, si coincidía que cazaban alguna desplazándose, pedían el deseo con mucha emoción y confianza, siempre el mismo. Y se dieron cuenta que al final se les cumplía, por el simple hecho de quererlo con tanta fuerza, de tener la seguridad de poder conseguirlo. Y así es cómo la luna y él decidieron ayudarles, poniéndoles estrellas cada noche, dejándoles unos trazos de belleza para que los que supieran las pudieran disfrutar, y provocando esos instantes fugaces para que cada persona creyera, al menos por un momento, que estaba más cerca de sus sueños.
Mª Eugenia
PD.: dedicado a ti, para que nunca desconfíes del poder de las estrellas.
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