La recuerdas.

La recuerdas a menudo. Sueles hablarle para pedirle cosas, para contarle. Intentando imaginar qué pensaría de todo. Sabes que aún puedes contar con ella, desde lejos, siempre cerca.

La recuerdas con su pelo blanco, cardado y corto, a veces, gracias a alguna foto, incluso cuando era dorado. Enjuta, con esas gafas grandes que le hacían marca en la nariz, sobre su cara afilada. Encorvada en los últimos años, pero siempre con su caminar rápido. Arriba y abajo de ese pasillo que en su día no tenía fin, en esa casa con aroma a vida.

La recuerdas tirando de los cinco sobre una manta, recortando sombreros y espadas de papel, preparando bautizos para los muñecos, y haciéndote reír en esos días en los que una varicela o un sarampión te obligaban a guardar cama y tú la esperabas con impaciencia para jugar a  ese “Toribio saca la lengua!”.

La recuerdas trayéndonos a la cama cruasanes y  cola-cao preparado con leche condensada,  para beber con pajita. O recogiéndonos en el colegio con la  merienda en esa red metálica que guardaba después como una pelota en su bolso.  La oías sin parpadear contarte cuentos, historias sobre Paraguay, sus plataneros, sus hermanos…

La recuerdas probándonos vestidos y disfraces que cosía para que los cinco luciéramos iguales.  Llevándonos a botar a la camas elásticas, y a esas sesiones de cine en las que en una misma tarde veías dos películas. Siempre con ganas de estar con nosotros, siempre enseñándonos a divertirnos, consiguiendo que la felicidad fuera algo fácil.

La recuerdas el día de Reyes abriéndonos la puerta de ese salita donde nos esperaban los miles de paquetes que inundaban los sillones de cada uno. Y agolpada con nosotros el día antes, vigilando que no tuviéramos frío, mientras saludábamos desde su balcón las carrozas de la cabalgata. Sacando platos y bandejas, abriendo esa despensa en la que siempre había algo para ofrecer.

La recuerdas telefoneando a casa sin falta cada día a las nueve de la noche, para dormir tranquila sabiendo que todo estaba en orden. La ves a regañadientes con el abuelo, pero siempre cuidando de él. Siempre juntos. Hasta que él se fue arriba, y la casa se le quedó vacía, y empezó a incomodarse.

La recuerdas también en esos últimos años, en los que ya reía menos, y sólo estaba a ratos. Esos años en los que se rebelaba contra el final, porque estoy segura que no quería dejarnos, y sin querer nos ponía tristes, con una mirada huidiza y tensa. Empezando a olvidar para que quizás así le fuera más fácil despedirse.

La recuerdas. Siempre mucho, pero ahora más. Porque estas fechas no serían lo mismo sin que ella nos hubiera enseñado a estar juntos, a disfrutar de estos momentos. Porque estas fechas (y en general nuestras vidas) no serían hoy tan especiales sino la hubiéramos tenido a ella como abuela.

La recuerdas.

PD.: mis otros tres abuelos también fueron estupendos, y saldrían miles de recuerdos, pero mi abuela Castiella es la mejor abuela que nadie nunca ha podido tener.

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