De repente, un miércoles por la tarde, más de veinte años después, te vuelves a encontrar con Max Estrella, ese cráneo privilegiado que Valle-Inclán creó como alma ciega de sus Luces de Bohemia. No te ha dado tiempo a calentar motores, has seguido alguna que otra crítica desde que compraste las entradas, te has dejado llevar por el caché de Lluís Homar y por ese recuerdo lejano de obra brillante. Simplemente te sientas, detrás de una banda de adolescentes que arman follón sin ser conscientes de la suerte que tienen de ver en directo ese libro que seguramente les estarán obligando a leer.
Poco a poco entras en materia. Vuelves a conectar con esa sociedad hosca y rebelde que nos presentaba Valle-Inclán, con ese Madrid absurdo que desde los espejos cóncavos del callejón del Gato se vuelve deforme, que nos increpa con un argot que casi un siglo más tarde sigue vigente, un mundo esperpéntico que hoy sigue siendo realidad. Te es fácil palparlo y te estremece, ese Max Estrella, ese Don Latino de Hispalis, ese Zaratrusta, ese Ministro de la Gobernación, esos jóvenes con aires de literatos que reclaman justicia y se manifiestan por las calles siguen hoy compartiendo espacio contigo. Cien años más tarde podamos quizás hablar de involución, es necesario que todo cambie para que todo siga igual que nos diría Lampedusa. Nos disfrazamos con colores, nos mentimos en el confort, pero somos igual de lúgubres que esos personajes con los que Valle-Inclán denunciaba los problemas éticos de una sociedad de principios de siglo XX, llena de tensiones sociales, que divagaba sin conocer destino. Hoy llueve sobre mojado, nos tambaleamos sin conciencia hacia donde el dinero dicte, esperando que un éxito que no sabemos ni definir nos confiera una falsa seguridad.
Disfrutas de una obra que entre risas nos ahoga en la reflexión, algo que solemos evitar a través de comedias sin consistencia o puestas en escena tan modernas que convierten en surrealistas las piezas. Pero quizás el máximo placer es debido a que estas Luces de Bohemia te trasladan a esa época en la que, por deber académico pero con gusto personal, hurgabas en La Colmena, trepabas por ese Árbol de la Ciencia , o enmudecías ante ese Tiempo de Silencio. Esos libros con los que empiezas a darte cuenta de lo ilustre que es la literatura, del goce que proporciona, obras maestras en las que personajes con carácter te invitan a preguntarte el porqué de las cosas, a conocer una realidad que te ayudará a entender la actual. Una literatura que, al igual que la poesía ninguneada de Max Estrella, muerde y denuncia. Y sí, a veces necesitamos ligereza en nuestro día a día, pero da gusto sentir que has crecido cuando cierras la última página de un libro, cuando aplaudes al caer el telón, o aparece el the end en la pantalla.
Así que sobre todo sonríes al volver a recordar ese momento en el que empezaste a darte cuenta de que la literatura no iba a ser nunca una obligación en tu vida, que iba a ser un compañero de viaje, que te iba a ayudar a pensar, y a formar tu opinión. Más de veinte años después te encuentras con unos viejos amigos que te interesan incluso más.
Gracias Max Estrella, Gracias Valle-Inclán.
P.D.: y resulta que desde hace un año tienes esa placa al lado de la puerta por la que día sí, día también, entras a trabajar…..y hasta hoy no te habías parado a leerla…
P.D.: Luces de Bohemia se interpreta en el teatro María Guerrero, hasta el 25 de marzo
Deja un comentario