La Habana, un ideal roto

La Habana suena a salsa, a jazz, a reggaeton. La Habana sabe a ron, a cuba libre, a negrón, a piña colada. La Habana huele a Cohiba, a Montecristo, a Partagás. La Habana vive la calle, ríe la miseria, se presenta pedigüeña. La Habana juega a beisbol, y hace jaque mate al ajedrez. La Habana saborea moros y cristianos, ropavieja, tostones, helados en Coppelia. La Habana habla de Fidel, del Che, de Hemingway. La Habana brilla bajo el sol, y se tambalea ante los huracanes. La Habana se mueve con coches de película, con Cocotaxis, con bicicletas. La Habana respira caliente, y practica sexo sucio. La Habana se divierte en el Gato Tuerto, en la Zorra y el Cuervo. La Habana baila en la calle, en el Café Cantante, en el Diablo Tum Tum. La Habana pasea su amor por el Malecón, y se empuja en la calle del Obispo. La Habana se luce con su Capitolio, y su Plaza de la Revolución. La Habana brinda con mojitos en La Bodeguita, y con daiquiris en La Floridita. La Habana se maquilla decadente, y aunque el espejo intenta reflejar esa cara resplandeciente que fue, La Habana ya no es.

La Habana es un mundo aparte, un mundo más allá del tercero, un mundo cerrado en si mismo. Un mundo que habla nuestro idioma, pero que no se entiende. O al menos, la que escribe, está lejos de entenderlo.

A veces las expectativas juegan malas pasadas. Uno se crea una imagen de algo, a través de otras opiniones, de lo que lee, de lo que sabe, tal vez poco, pero suficiente como para formarse un imaginario. Pero cuando esa realidad se hace palpable, y se configura como diferente al concepto creado, uno, quizás, necesita tiempo para asumir ese presente nuevo.

Mi primer contacto con Cuba fue una llamada de atención por parte de una persona de seguridad del Aeropuerto José Martí, una señora de mediana edad, con buen aspecto. “Perdonad, ¿de dónde llegáis? . De Madrid. Ah, preciosas, ¿Y no habréis traído alguna revistita?”. La señora recibió El Hola, y otras revistas del corazón. A partir de ese momento, situaciones como la explicada fueron constantes. La sociedad cubana quiere saber, quiere salir, pero el sistema no les deja.

“Yo tengo muchos amigos en el mundo, pero no conozco mundo”
. Así nos definía Pedro la sensación de su vida. Universitario de color, casado, con dos hijas, buen aspecto. Su tono de voz era bajo, la policía universitaria les controla el contacto con los extranjeros. La “ayuda” que recibió tuvo que ser bajo una servilleta, y sus opiniones sobre Fidel oídas en susurro.

Cuba vive aún entre los gritos de guerra de sus tres máximos líderes históricos, El Che, Fidel, y José Martí. “Hasta la victoria siempre”, “La moral de la Revolución está tan alta como las estrellas”, o “De la virtud se hacen los pueblos” son pintadas que aparecen de forma constante en cualquier camino que uno haga. “Moralina” cantosa en la televisión, y doctrina de Castro en su periódico Granma, acompañan el día a día de la sociedad cubana. Una sociedad que canta, baila y pinta para evadirse de esos estrechos límites en los que se desarrolla, una sociedad alegre pero que se ahoga en la pobreza. Un sociedad que centra en el turista su única posibilidad de salvación, tanto económica, como social.

Hay que conocer La Habana antes de que el Régimen se caiga. Quizás sólo para cerciorarnos que unos ideales revolucionarios y aspiracionales no sirven de nada si su puesta en práctica hunde un país. Cuba es interesante, culta, divertida, llena de anécdotas. Como pasajero de unos días, uno disfruta de la música en vivo, del ron, de las playas y paisajes, de la conversación. Pero si traspasas más allá de esa fachada para el turista, aprecias que Cuba no permite integrarte, que ellos hablan nuestro idioma, pero que su mundo es otro. Un mundo que los absorbe haciéndolos pequeños, y convirtiéndoles en una sociedad marginal, en la que sólo la música y la pintura les permite poner algo de color a su realidad limitada.

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