Junto al ballet argentino, dos figuras principales: Cecilia Figaredo e Igor Yebra, y dotando de fuerza al espectáculo, los Tamboreros del Río de La Plata.
Julio Bocca consigue así abstraernos de la realidad y meternos en la piel de esa Felicitas y ese Enrique viviendo una historia de amor, crimen y misterio.
Los bailarines son actores. No sólo danzan, sino que interpretan. No son únicamente pasos excelentes, con los que se deslizan con gran técnica, integrados en una coreografía, lo que ves en el escenario, sino un compás de movimientos armónicos que, acompañados de expresiones faciales intensas, acaban por transportarte a ese 1860 y ser alguien dentro de esa historia.
Contraste de colores y músicas, una muerte que te atrapa con miedo y desgarro y una pasión que vives con sensualidad y elegancia, un juego de fotos proyectadas que te ambientan en una Argentina colonial, y un vestuario que confiere clase y gusto.
Si algo recrimino a la danza moderna, no es el sentido abstracto de las formas, sino el olvidarse del papel de la estética. Ayer, con Felicitas, se recuperaba la hermosura que tiene la danza. No sólo por esa ligereza innata a la técnica, gracias a la cual los protagonistas vuelan por el escenario, y las historias no se desarrollan, sino que fluyen, sino también por la elegancia de la puesta en escena, dando luz y belleza artística.
No creo que nunca sea una de las mujeres que anuda un pañuelo en la Iglesia de Santa Felicitas, pero sin poder cerrar la boca y viajando a ese Buenos Aires con sabor de antaño, ayer disfruté de la magia de su leyenda. Gracias a la música y la danza, pero sobre todo, a la estética y el gusto de Julio Bocca.
Felicitas se representa en el Teatro Compac Gran Vía de Madrid del 5 al 29 de junio
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