Le ayudé a meterse en esa bañera inhóspita. El bendito ritual de llegada. Aseados antes de devolverlos, que no se diga.
Bailaba miedo, no sonreía, sus ojos buscaban aferrarse a algún punto que no encontraba. Consiguió sentarse y agarró con fuerza sus rodillas. Su cuerpo era enjuto, oscuro, decir famélico sería incluso una obscenidad ¿Tu nombre? No respondió, su cabeza se rendía sobre un cuello tatuado de venas cansadas, sus dedos se escondían formando puños enfermizos. Hola, yo soy Álex, le dije acercándome la mano al pecho, le señalé ¿tú? O MAR. Balbuceó, perdió la mirada, intentó ponerse en pie.
Sal Álex, yo sigo. Si no me importa hacerlo yo… que salgas, que es mi turno. Veformando la siguiente fila, han llegado cienes. Tú, venga, sube, que vamos con prisa. Erguido, coño, que si no esto va a ser imposible.
Me quedé a dos pasos de la puerta, las dos ventanas estaban abiertas, el viento tarifeño ladraba, las toallas deshonestas se apiñaban en el suelo, las baldosas respiraban mugre. Habíamos pedido otras condiciones. Pero si para ocho horas que estáis, ya, pero ellos… ¿ellos? Si no se han visto en otra igual….
Empezó a frotarlo, podía escuchar la arrítmica aspereza del estropajo sobre el cuerpo de Omar. Un estropajo que contaba miles. Tío, que no te muevas. Luis, hombre, que le estás dando con agua congelada. Jo der, que te pires a atender al resto, déjame en paz.
No me fui.
Le regaba a presión violenta, le frotaba con asco, con rabia, con mierda. La misma que supuraban las gotas ahorcadas en el cuerpo de Omar. Luis, hombre, venga, que le estás haciendo daño, afloja.
No me escuchó. O no quiso. Cada vez con más fuerza. Con más osadía. Que te quedes quieto, negro. Y de repente, con cada fricción, el brazo de Omar comenzó a encoger. Poco a poco, fue quedando cada vez más corto. Salía ya del codo, ya solo un muñón pegado al hombro, ya solo un torso sin auxilio.
Ostia Luis, pero qué coño está pasando. Yo qué sé Álex, yo qué sé. Me cago en la puta, Pero siguió, esta vez enfocó con la alcachofa al rostro, con la fuerza de un lavacoches, y con cada chorro, con cada friego, cada más rápido, cada vez más fuerte, la cara de Omar iba dejando de tener forma. Los labios se religaron a la piel, los ojos vencieron, la nariz se fue desintegrando en poros.
Grité. Inmóvil. Una vez. Dos. Tres.
Y Omar fue siendo agua. Turbia. Triste. Torpe.
Agua gateando hacia un desagüe mudo, cómplice. Un desagüe lleno.
Pásamelo. ¿Qué, el tenedor? Sí. Por favor. El pastel de berenjena está buenísimo. ¿Quieres más? Sí, cojo otro trozo.
Mientras él se levanta, ella se tira a la piscina. No, no de cabeza, que es lo que había estado practicando a lo largo de años y años en su infancia. La cabeza más hacia abajo, intenta estirar más las piernas, con tensión, lejos, tienes que conseguir ganar ventaja ya desde el pistoletazo de salida. Esta vez, salta de palillo. Con los brazos inmóviles unidos a su cuerpo. Escuálido desde los últimos meses, un cuerpo siempre menudo, que mantiene retrato de músculos, un bikini que baila quizá ya más de una talla.
Un, dos, tres…ocho, nueve, diez… encogida bajo el agua, se agarra con fuerza a sus rodillas, varios mechones tapan sus ojos sin orden. Recuerda el verano en el que se conocieron, unas vacaciones de inmersión literaria. No sabía bien por qué había llegado allí, una recomendación de una amiga. Cinco días en un paraje inolvidable, le había anunciado, playa, piscina, hablar de literatura, escribir.
Él sí conocía a otros participantes, pero enseguida conversaron. Sí, he publicado alguna cosa y ando preparando una nueva novela. No, yo suelo escribir poesía, poco, ya sabes, el tiempo…
…catorce, quince, dieciséis….
Cuando el sol enmudecía bajo nubes que tanteaban futuro y ansiaban soñar, y el grupo andaba de duchas y cervezas, ellos buscaban su momento en la piscina ¿un último baño? En esos ratos él le contó su divorcio, ella cómo le afectó el de sus padres, él su pelea por los niños, ella sus idas y venidas de trabajo, él pinceladas de su nuevo libro, ella su admiración por Nicanor, él su próximo viaje a la India, ella su sueño de vivir al lado del mar… ¿cuánto crees que somos capaces de aguantar bajo el agua? ¿veinte segundos?… se sumergieron, se cogieron de la mano… diecisiete, dieciocho, diecinueve…. veinte…ella le empujó hacia arriba. Perdona, no podía más. Él simplemente la besó. Volvieron a intentarlo al día siguiente. Esta vez él le apretó las dos manos, con fuerza delicada, sonreían… veintiuno, veintidós, veintitrés…
…………………………………………………………
Sale y simplemente se estira en el bordillo en el que aún calienta un sol cansado. Un rayo parte la piscina en dos azules, uno aún nítido, el otro de voz tensa. Él se mantiene quieto, mueve los labios pero… sigue únicamente observándola. A lo lejos.
¿Cuánto has aguantado?
Sólo dieciséis.
Él empieza a recoger la mesa.
Voy dentro a seguir escribiendo. ¿Te dejo más pastel? Sí, por favor.
En estos momentos estamos en el Finisterre Indio, o así lo hemos bautizado
nosotros, por aquello de querer siempre occidentalizar todo lo que vemos. Tal
vez, para sentirnos más seguros, tal vez, por querer acortar la distancia que
nos separa entre culturas, que en este viaje, parece que es mucha.
A este punto, desde el que se ve Sri Lanka (hoy no, porque hay bruma), nos
han contado que llegan los habitantes de esa isla, para conseguir entrar en
este país y mejorar sus condiciones de vida. Parece de chiste que India sea esa
tierra prometida donde hurgar un futuro digno, pero va a ser cierto eso de que,
si miras para abajo, siempre hay alguien que está peor.
No estoy segura de si los reciben igual que nosotros, devolviéndolos a
patadas cuando los cayucos llegan a Tarifa, o si tienen más humanidad y
comparten con ellos suelo y alimentos, sin banderas de por medio, y sabiendo
que el botín es bastante más escaso del acaudalado por nosotros.
La playa está llena de indios que parece que nunca han visto el mar. Se
aproximan a la orilla con la ilusión de quien descubre un nuevo horizonte. Es,
además, 15 de agosto, su día de fiesta, su Independence Day. Es curioso que una
fiesta tan religiosa en nuestro mundo sea, justo hoy, solo una fiesta pagana
para ellos, que nos superan en devoción y celebraciones espirituales, cada vez
menos místicas y más turísticas, eso es también.
Las mujeres lucen unos saris que retan a un cielo hoy vago y con sus zarandeos
elevan el oxígeno que nos nutre desde las olas. Las niñas van acicaladas de
princesas, y ellos con camisas y vaqueros sin gusto ni estilo. Pero es una
India que parece de nivel, oscura de rostros pero que excede alegría en cada
paso que peregrina hacia el mar.
Seguimos siendo la atracción de la fiesta, o los monos de feria, según se
mire. Nos piden selfies, miran cómo
escribimos, nos preguntan nuestros nombres. Sigue sorprendiéndome tanto fervor,
tanto desconocimiento, tanta sorpresa por descubrirnos, por acercarse a ese
mundo occidental que los admira y los desprecia a partes iguales.
Aquí los puestos de cervezas y mojitos son sustituidos por puestos de piña
y sandía y pepino. A los que bañan en salsa masala, no vaya a ser que sepan soso.
El Índico clama por un lado y susurra por el otro, como si fueran dos dioses en combate buscando dejar su huella. Como siempre la harmonía la rompen los cláxones de los autocares y rickshaws que han llegado hasta aquí. Nos queda poco tiempo en estos parajes y no habremos logrado dejar de escucharlos, no habremos logrado ser ese like a locals que llevamos ambicionando desde que nos embarcamos en este trayecto. Un recorrido hacia alguna parte, un viaje, aún hoy, sin ningún título.
Siempre
venimos de donde estamos. Nunca llegamos a donde estamos. Chantal Maillard
Empiezo hoy a escribir sobre el viaje, al
menos, con voluntad y tiempo para escuchar sensaciones, búsquedas y convertirlas
en palabras donde se resguarden. Hace ya cinco días que llegamos, pero no he
sido capaz antes. Demasiadas actividades, conversaciones, cláxones. Demasiados
nervios placenteros, colores, decisiones. Quizá, demasiada India.
En estos momentos escribo en un barco, cruzando los backwaters en Alleppey. No, no es un barco de paseo y hasta tiene estrellas. Estamos en un salón con sofá y mesa para diez, y dormitorios, y dos patrones locales que nos cocinan. No tienen dientes y hablan poco, la comida es otra vez arroz y el pescado está quemado, los sofás tienen manchas y en la mesa no hay mantel, somos cinco y a mí me va a tocar dormir en un colchón en el suelo. Pero el barco avanza galante mientras nosotros jugamos.
Llueve. No ha parado desde que
aterrizamos. Época de monzón, del de las noticias. Nada de una hora y despeja,
lluvia osada que moja y purifica, que moja y cansa. El paisaje vive entre
grises y verdes, unas plantas ponen color y el cielo reo se hace oír con el
sonido del agua cayendo. A ratos a gritos, a ratos, con cierto compás. No hay
más opción que integrarse en la atmósfera, y lo hago con gusto y a disgusto,
según el momento, pero comienzo ya a ondear bandera blanca ante la inclemencia
de emociones que andan empapándome. Aunque a veces, solo sea mirando desde una
ventana.
El agua de estos ríos es confusa y
ciega, pero nos acompaña el silencio. Por un momento, hasta nosotros no
hablamos y solo percibimos el viento que moldea el espacio, el aullido de las
palmeras, la danza de un mar que quiere calmarnos, que nos obliga a no hacer
nada, a tener solo la piel despierta. Y nos canta con voz melosa que observemos
fuera. Y dentro. Que abracemos este instante, que sin permiso y con elegancia, se
nos va escapando. Con cada ola.
“En el silencio hay siempre algo inesperado, una belleza que sorprende, una tonalidad que paladeamos con la sutileza del gourmet, un repaso de sabor exquisito. (…) Sin que pueda darse nunca por hecho, aparece como movido por una fuerza interior. El silencio se sedimenta (…), surge con paso ágil y delicado”.Jean-Michel Delacomptée- Petit éloge des amoureux du silence
A Tarifa me acompañaron muchos libros. Cada foto me ha evocado algo que leí, o releí, esos días. Así se queda el recuerdo…
Me gustan estas travesías del canal en temporada baja. De jóvenes solemos preferir los meses vulgares, la plena temporada. A medida que envejecemos, vamos aprendiendo a gustar de las épocas intermedias, de los meses indecisos. Quizá sea una forma de reconocer que las cosas jamás volverán a tener su antigua certeza. O quizá no sea más que una forma de reconocer que nos gustan más los transbordadores que van medio vacíos.
(El loro de Flaubert, Julian Barnes – Ed. 50Anagrama)
Señora Macbeth: “Pero ten aspecto sereno: cambiar de aspecto, siempre es temer: déjame a mí todo lo demás”.
(Macbeth, William Shakespeare – Ed. Planeta)
My own song
No quiero ser
como vosotros me queréis
no quiero ser vosotros
como vosotros queréis
no quiero ser como vosotros
como vosotros queréis
no quiero ser como vosotros sois
como vosotros queréis
no quiero ser como vosotros queréis ser
como vosotros queréis
no como vosotros queréis
como quiero ser quiero ser
no como vosotros me queréis
como soy quiero ser
no como vosotros queréis
como yo quiero ser
no como vosotros queréis
yo quiero ser yo
no como vosotros queréis quiero ser
quiero ser
(Si no puede hacer nada por su cabeza, al menos arréglese la gorra. Antología 1952 -1989, Ernst Jandl – Ed. Arrebato Libros)
La verdad es un mar de briznas de hierba que se mece al viento; quiere ser sentida como movimiento e inhalada como respiración. Solamente es una roca para quien no la siente ni respira; y éste deberá golpearse la cabeza contra ella hasta que sangre
Pensaba en mi vida anterior, en la ciudad a la que iba todos los días, en el camino que llevaba a la ciudad y que había recorrido en todas las estaciones, durante tantos años. Recordaba bien aquel camino que llevaba a la ciudad y que había recorrido todas las estaciones, durante tantos años. Recordaba bien aquel camino, los montones de piedras, los setos, el río que aparecía de pronto y el concurrido puente que llevaba a la plaza mayor. En la ciudad se podían comprar almendras saladas, helados, se podían mirar escaparates y estaba el Nini, que salía de la fábrica, y Antonietta, que reñía a su empleado, y Azalea, que esperaba a su amante y quizá se iba a Las Lunas con él. Pero yo me sentía lejos de la ciudad, de Las Lunas, del Nini, y pensaba con asombro en todas esas cosas.
(El camino que va a la ciudad y otros relatos, Natalia Ginzburg – Ed. Acantilado)
…
El vi no bull a les copes.
La vida és una carta sense sobre.
Ciutat i mar deixen diners a canvi.
Els cinc sentits són sobres sense carta,
Una esquerda s’eixampla, i ve de l’aire
un tros de ram. Els rocs no tenen porta.
…
(Poema: Natura Morta, de Joan Brossa – Poemes transgredits, Joan Brossa – Ed. Nordica Libros)
¿Qué es la escultura? La escultura es la posibilidad de que un elemento físico pueda hablar de la atracción, de la intangibilidad de las cosas, es una contradicción. A menudo he citado a Macbeth de Shakespeare al respecto; el personaje mata a un rey que es un cuerpo físico, pero al final comprende que no ha matado a un rey sino que ha matado la posibilidad de dormir. Y eso es la escultura en estado puro. Soy un escultor muy clásico, la escultura no es simplemente una cosa física, no es una cuestión de peso, de medida y de escala. La escultura es una cuestión de energía, de tempo. Ese tempo y esa vibración que emanan de los objetos como una energía, son como el flujo, como la sangre que circula y que, aunque no se vea, está presente, y creo que existe en todas partes. Es una idea que siempre me ha gustado. La escultura no es un problema material, no es un problema físico, no es un problema de fabricación de objetos, la escultura es una actitud.
(Poema: Después de la muerte, de Jaime Gil de Biedma- Amor más poderoso que la vida, Jaime Gil de Biedma – Ed. Poesía portátil)
En la literatura y la música
el amor suele expresarse
en las imágenes
del clima. Por ejemplo,
“Ahora que somos uno
Las nubes no esconderán nuestro sol.
Habrá cielos azules…
etc“. Parcialmente nublado
y fresco hoy, máximas
de quince, mayormente
nublado esta noche y mañana
(Tres poemitas, de Ron Padgett – Cómo ser perfecto, Ron Padgett. Kriller71ediciones)
Las cosas, cuando terminan, parecen ordenarse, encontrar su destino. Entonces empieza la distancia, se empieza a ver el dibujo total, la perspectiva invisible en la que estábamos metidos. Yo creo en el destino sólo cuando miro hacia atrás. Cuando miro hacia delante creo (quiero creer) en la libertad. Los finales, buenos o malos, tristes o felices, abiertos o cerrados, siempre perfeccionan, mejoran, dan un sentido a lo que parecía no tenerlo.
(Maniobras de evasión, Pedro Mairal – Ed. Libros del Asteroide)
Me voy en busca del silencio. No, no ese que hace unos días proclamaba
Rivera, sucio de propaganda y cargado de ruido. Persigo un silencio que me
obligue a no hacer, a no hablar, a no pensar. Elijo el mismo destino que hace un año.
También en ese momento suspiraba suavizar premuras, pero además, celebraba
cambios de trabajo, de casa, de latidos… Hoy, esos cambios configuran mi
realidad. Una realidad que todavía flota, por la que remo con una brújula que
oscila prisas y buenhumor y que parece, todavía, marcar un destino momentáneo,
como de prestado.
De nuevo, mi única acompañante es La Pitaneta, a la que doy ánimos antes de
empezar y a la que mareo con mis cánticos discordantes. Porque así inicio el
viaje, con el volumen ganando a la velocidad y siendo corista de Nacho Vegas,
Xoel López, New Reamon, María Arnal, Ruibal… entonando letras de vida, de esas
que cuando suenan quieres creer que hablan de ti. Y lo hacen. Igual que del vecino
de enfrente. Pero tal vez, lo único que cambia es la profundidad a dónde te
llevan o la intensidad con que las abrazas.
Como medida preventiva decido no llegar a Tarifa del tirón, así que escojo Baeza como parada en domingo electoral, y de paso, ya, callo a Francisco. El pueblo me recibe con insolación y acicalamiento. Sus paisanos han salido de misa y están de aperitivo en las terrazas de las plazas y bulevares, ríen y brindan y ellas lucen peinados cardados y zapatos de Mari_tacón. Dan muestras de conocerse entre todos, también a los camareros que, sin prisa pero corriendo, sirven las comandas de una en una, que demasiados elementos en una bandeja provocan un vuelco. Decido dejar que el tiempo no incomode el momento, mientras pienso sobre cuántas Españas conviven en una. O quizá, son varias, aunque algunos se resistan a aceptarlo.
Alejada del público, Baeza suena a trinos y a pretérito y a vacío. Casas en
venta y calles mudas. Los ancianos se sientan sin hora a ver los olivos desde
el mirador, que es lo único inmutable en una vida que no deben entender.
Intento reconocer a Machado en alguna esquina, pero no encuentro demasiada
poesía en mi recorrido. Quizá no tenga que ver con el espacio, sino conmigo que
sigo aún empapada de ciudad. Me encuentro con un colegio electoral, al que
entro para ver cómo se está viviendo, de nuevo, saludos entre todos y mucha festividad.
La tecnología me sirve, para desde mi habitación, comentar los resultados con
mi mundo como si estuviéramos todos en el bar. Lo mejor, como siempre, twitter
y sus memes. Bendito humor.
Al día siguiente, el camino se hace más largo, quizá por las ganas de
llegar. Y llego. Y ya sonrío al ver el peñón a lo lejos, y África más allá,
mientras Tarifa me recibe con rugidos de viento, galanteos de mar, con la calma
de un pueblo en siesta en el último lunes de abril. Algunos turistas ya meriendan y otros
autóctonos recogen a los niños del colegio o empiezan a abrir sus comercios. En
la Puerta de Jerez, están ellos. Mis queridos abuelos con boina y pocos
dientes, con alpargatas y calcetines blancos, que sonríen y ven la vida pasar a
través de turistas que entran y salen hurtándoles una pizca de oxígeno, pero que
a cambio, les regalan una porción de futuro inesperado.
Ya con chanclas y bikini me voy a la playa, que me disfraza de arena y me alimenta de humedad. Ahí, esperándome, está esa línea que se postula como horizonte, y consigue mantenerse inalterable a pesar de los bandazos de las olas, a pesar del desgaste de nuestras miradas. Ahí sigue, tan lejos y tan cerca, tan estable, dando forma con delicadez a palabras como esperanza, como ilusión.
No sé desde dónde podrás leer o escuchar ya estas palabras, pero estoy segura de que será un lugar con paz. Tampoco sé si llegan tarde, que espero que no, porque la mayoría de las cosas que quiero contarte te las hemos dicho antes, en diferentes ocasiones. Han sido tantos años dándonos ejemplo, que te las has ganado, una y otra vez.
Lo que pasa es que, cuando llegan las despedidas, siempre a uno le entran ganas de seguir hablando, de retener los momentos, de no dejar volar a quien, no sabes muy bien por qué, la vida ha decidido secuestrar.
Pero todo se resume en algo que, a veces, cuesta decirnos, pero es tan simple como que te hemos querido MUCHO. Y que hemos aprendido todos tanto de ti, que tenemos que darte LAS GRACIAS. Al menos, por última vez.
Y hablo en plural porque a mí me ha dado por escribirte, pero la voz es compartida por Queen, Romanos y su Javi, Elenita, Camentxu, Sandra y Jose, nuestro Javi, Cris, Jeremías…
Hemos repetido, veces y veces, vino en mano y carcajadas flotando, la suerte que tuvimos de encontrarnos en un aula a una edad, en la que en principio, ya no tocaba ni estudiar ni hacerse AMIGOS. Y pongo AMIGOS en mayúscula, porque esto no ha ido de que qué majos son mis compañeros de clase, sino de que ¡ vaya compañeros de vida que hemos encontrado!. Sin buscarlos, sin darnos ni cuenta. Porque empezamos, hace doce o trece años ya, con esas cañas en Castellana con María de Molina, criticando o riéndonos de profes, elucubrando trabajos a la salida de clase. Pasados nueve meses tocaba despedirnos del curso, pero decidimos que no de nosotros, decidimos apostar por hacer crecer algo especial. Y así, comenzamos a vivir momentos juntos, los que tocaban por calendario, o los de cada uno, bodas, separaciones, cambios de trabajo o despidos, migraciones, fiestas y cumpleaños, embarazos y nuevas generaciones…
Y sí. También tu enfermedad. Que nos dejó a todos mudos, mientras tú hablabas y llamabas a las cosas por su nombre, como siempre has hecho. Con serenidad y energía. Mientras tú te ponías a trabajar en ello. Para delante. Un año, y otro. Sin perder tu humor, tu ironía, tu coraje. Todo por Lucas y David, y por esa vida, que no querías perderte. A partir de entonces festejamos también buenas noticias, ratos varios, mientras seguíamos con lupa el detalle de la evolución de tu bicho, que había llegado con fuerza, pero que se había encontrado con la tuya. A ver quién gana. Y le ganaste, al menos, durante ocho temporadas.
Era por estas fechas, hace tres años creo, que entre tacos y coronitas nos contaste que te ibas a Pamplona, que la cosa se había puesto fea. Y nos volvimos a quedar sin aliento para hablar, pero las palabras volvían a ser tuyas. De valentía, de esperanza.
En estos últimos tiempos tenemos que bendecir a la tecnología y a las redes sociales, que nos han permitido estar contigo de forma fácil. Menos de los que hemos querido, y quizás, a ratos, sin llegar a estar a la altura. Pero hemos podido seguir compartiendo tu fuerza, tu alegría, tu sonrisa, que a momentos se perdía, pero nunca abandonaste ese humor que nos ha hecho reír hasta el final, hasta hace incluso quince días, cuando pudimos pasar unas horas otra vez contigo. No sabes cuánto lo disfrutamos, lo contentos que nos fuimos, a pesar de verte ya tan cansada y saber que te estábamos diciendo adiós. Pero nos hiciste, otra vez, entender que la vida juega con nosotros cuando quiere. Y que lo único que podemos hacer es luchar, cuando toca, y disfrutarla, cuando nos deja. Y eso nos lo llevamos como mandato. Porque fue de las últimas cosas que nos dijiste. Que disfrutáramos. Lo haremos el próximo jueves, en la Taquería del Alamillo, un lugar que siempre será tuyo. Y brindaremos por Rachel, por todo lo que nos has enseñado. Porque nos has hecho grandes dejándonos estar, siempre, muy cerca de ti.
La despedida empieza el día antes, con la decisión de qué hacer las horas de descuento, de qué escoger como “última vez”. Exprimo todos los azules hasta que mis párpados se quejan, busco robar esa melodía insonora que, con delicadeza, guía el devenir de las calles, quiero llevarme la humedad impregnada en cada poro.
En unos días sólo me quedará cerrar los ojos, y recordar. Recordar, del latín recordari. Re (volver) – Cordis (corazón): volver a pasar por el corazón. O eso decía Galeano.
Elijo quedarme en el pueblo. Recorrer alguna tienda en busca de regalos, caminar por un paseo que hoy se ha vestido de fin de semana. Hay más turistas, más familias, más jóvenes, se habla del partido de la noche y de lo bueno que está el atún. No sé de qué puesto. Yo lo probé ayer en la terraza de El Mirlo, homenaje con vistas a Punta Paloma recomendado por Miguel.
Tumbada en la arena, soy, sin darme cuenta, absorbida por la marea. Pareces nueva escribe Camilo, mientras los Boquerones se ríen cuando les mando la foto. Y sí, quizá lo soy. O quizá son solo mis ganas de no moverme, que el mar me eche si puede. Y por supuesto, puede. Me manda fuera a mí y a dos pescadores que, unos metros más allá, deciden guardar sus cañas tras varias horas muertas. Envidio su paciencia, su capacidad de espera. Acabo siempre haciéndoles una instantánea.
“Fotografiar es conferir importancia”, leo más tarde en Sobre la fotografía, de Susan Sontang.
Dejo las bolsas medio preparadas y me bajo a ver la final de la Champions. Dos chicas comparten mesa conmigo, el último día y parece que hasta tengo grupo. Comentamos el partido, y por supuesto, qué jugadores son los más guapos. Acabamos hablando de nuestra vida y riéndonos con los de la mesa de al lado, que tienen ganas de juerga.
Las calles cantan gol y lo celebran. A veces, el fútbol exhala lírica.
Es el día. Tengo que dejar el apartamento pronto, así que madrugo para robarle tiempo al pueblo. Los lugareños están concentrados en el bar de al lado de la iglesia, resuenan ecos de fútbol. Desayuno en la terraza donde esperé a mi llegada, las camareras no son rápidas y el acento alrededor es poco andaluz, pero es algo mía por anteriores conversaciones con cafés y croissants con nutella. Entro a visitar a ese Cristo con pelo pegado que siempre me produce entre pánico y mofa. En la placita, luce el mercadillo, no más de ocho puestos encajados mejor que cualquier pieza del tetrix, ofrecen desde libros y cds, hasta sombreros y anillos de bisabuelas. Un puesto recoge dinero para el alzheimer, ahora tan cercano, tan odiado, tan tierno. Dono.
He aparcado con vistas al Estrecho, así que me despido de África, a quien desde allí podemos tocar si alargamos la mano, pero la encogemos, no sea que se nos cuelguen sus vidas y aquí ya tenemos la nuestra.
Digo adiós a Mariluz y, yendo hacia mi bien más preciado, leo Penita en una puerta, en realidad pone Peñita. Una pelota negra empuja fuerte en mi estómago hace un par de horas.
Esta vez me desvío veinte minutos hacia Nuestra Señora de la Luz, un santuario a ocho kilómetros del pueblo que, por hache o por be, no he conseguido visitar nunca. La virgen es la patrona y la Gran Cabalgata Agrícola la lleva en procesión en el mes de septiembre para inaugurar las fiestas. Sólo ya el breve camino vale la pena, entre verdes y ciclistas ahí están las vacas, que hasta ese momento, no las había encontrado. Tarifa no es Tarifa sin vacas vagando. La primera vez que estuve me sorprendió verlas tan cerca del mar, gordas y marrones, plácidas. Otra imagen de felicidad archivada para el recuerdo. El santuario emerge grandioso y blanco bajo un cielo que anuncia lluvia, hay silencio que se rompe con las risas de dos niños y un abuelo. Y la mía con ellos.
Cojo ya la carretera hacia Cádiz, y de repente me descubro con lágrimas en los ojos, saben dulce, pero necesitan que yo respire fuerte. Antonio Vega no es la banda sonora más animosa y el Sitio de mi Recreo no sé si ayuda mucho a manejarlas. Las dejo que sigan.
Al cabo de un rato diviso Vejer, luce en lo alto y custodia la costa. Veo a Pachi luchando por el suelo empedrado con la maleta roja, me río, vuelvo a darle las gracias, no me oye.
Pasan las horas, y entre gotas gruesas, aparecen ya carteles de Mérida.
Silencio, brisa y cordura, dan aliento a mi locura. Hay nieve, hay fuego, hay deseos. Allí donde me recreo
No han pasado ni tres días pero empiezo a establecer algunas rutinas, no de las que huyo, sino de esas que ayudan a creerme que soy un poco de allí, a jugar a imaginar qué pasaría si viviera en la punta de la península.
Las mañanas toman voz como cualquier festivo en la capital, sin muchas horas de sueño, pero a un tempo ralentí. Dilato la cama con varios abriles y mayos de Pla, más allá de su prosa pulcra y de conocer su visión histórica, no tan lejana a la nuestra, su Quadern Gris me ayuda a plantearme este diario, a poner atención a momentos que parecen tontos, pero en los que reconozco la vida, o al menos, la vida que me hace sonreír.
El rellotge de la caixa camina lentament. A fora, en les acàcies immediates, se senten pardals. La presencia dels ocells sembla augmentar el silenci. El silenci sempre sorprèn. És una cosa insòlita, que té una punta de misteri. Passo una estona assegut en una cadira, perplex. El vent infla i desinfla la cortina. (7 de maig)
No hay cortinas en la buhardilla ni sé si son gorriones los que cantan. Pero se oyen pájaros y algo de viento, no es levante, es paz.
Con el olor a café y tostada presto atención a emails y whatsapps, resuelvo algún tema de La Tienda, y por supuesto, hay noticias del periódico. Problemas y cotilleos. Ayudo en lo que puedo, pero ya no es mío. Me parece curioso cómo lo que era importante y un peso el día 14, dejó de serlo el día 15. Distancia psicológica adquirida en horas. No son los kilómetros, ni el tiempo, sino la estúpida carga de la responsabilidad. Me era “trascendente” porque dependía de mí, deja de serlo en cuanto ya no. Tengo que revisar ese modelo de implicación…
Desayunar en casa y envolverla de música, acercarme a la papelería, porque el kiosko se ha quedado solo de chuches, a por El País, o El Mundo, o ambos, y saludar ya a la chica, que sigue sorprendida de que alguien con menos de 60 compre el periódico. Conocer los caminos o saber a qué playa quiero ir, encontrarme a Mariluz, que los ciclistas de antes me hagan chistes al volver, regresar porque no hace bueno y cocinar la comida, aposentarme en la tumbona para leer otro cuento de Eugenides, al que prefiero en novela pero siempre me interesa, salir hacia una clase de yoga. Querer estar y no de paso.
Llego al sitio con cierto nervio, fruto de la vergüenza, que sé que es infantil pero se instala sin llamarla. Al menos, ya no paraliza. O no siempre. Solo hay un hombre, el resto son todo lugareñas o afincadas, se conocen y son habituales de la clase, lo dicen sus conversaciones, pero sobre todo, sus cuerpos. No hay duda de que soy la peor y me tratan con benevolencia. Hago ejercicios que en la vida he practicado, pero esto es un viaje iniciático para lo que sea, así que si hay que ponerse bocabajo y sujetarse con la cabeza, lo hago. No me caigo. Regreso bordeando el mar y viendo cómo el sol rasga el cielo hasta convertirlo en fuego.
Por la noche es cuando añoro compañía, pero hoy hay Poesía a Granel, un festival poético en el mercado de abastos, antiguo convento de la Santísima Trinidad convertido en un encuadre blanco y cálido que me sabe a tomates cherry y me traslada a una noche de diversión. A las diez solo un puesto de vinos y quesos nutre a todos los nos reunimos, comparto mesa con los padres de la artista, un grupo de música integra a Lorca en el ambiente, suena La Tarara. Almoraima Ruiz recita sus poemas, luego, espontáneos extraños salen con los suyos. La literatura también vive en Tarifa. Decido alargar mi estancia. Algo empieza a ir bien.
Hi ha dies que invento qualsevol pretext per parlar amb la gent que vaig trobant. Els miro als ulls. És una mica difícil. És l’última cosa que la gent es deixa mirar. M’ esborrona de veure l’escassa quantitat de persones que conserven en la mirada algún rastre d’il.lusió i de la poesia dels disset anys. (16 d’abril)