Ella entra despacito, es menuda, le cuesta siempre empujar la puerta de cristal. Avanza con el bolso colgado en el codo. De piel negro, pequeño, gastado. Con el viento de fuera se le ha movido un poco el moño, y un mechón de su pelo cano se le desliza por su espalda, algo curvada por mucho que se esfuerza en mantener la cabeza erguida. Sin prestarle atención se dirige a una mesa de la esquina. Él la sigue con la vista y hace el gesto de mover los labios, pero no, no dice nada.
El camarero le ayuda a sentarse. ¿Lo de siempre, sra. Carmen? Ella asiente y le sonríe. Que esté bien calentito, por favor. Aprovecha para desabrocharse un botón del jersey. Espera a que le traigan el colacao y un croissant, y entonces sí, mueve la cabeza de forma rápida, entorna un par de veces sus ojos cansados y azules, y le dedica una mirada breve. Él, por supuesto, está observándola, con fijación. Serio, golpea con rapidez los dedos sobre la mesa y se mueve incómodo sin encontrar la mejor postura. Ella parte el croissant en trozos pequeños, y de vez en cuando vuelve a mirarle, inclina otra vez la cabeza, y una media sonrisa permite que entre sus elegantes arrugas se marquen unos hoyuelos, cálidos, minúsculos.
Al cabo de un rato la ve pagar. Más o menos ha sido el tiempo de siempre. Ella vuelve a pasar por delante, se esfuerza por agilizar sus pasos al cruzar por su mesa, y mira al frente. El camarero le abre la puerta. Hasta mañana sra. Carmen, que tenga usted una buena tarde. Ella asiente con la cabeza, y le aprieta el brazo.
Se desploma sobre el sofá y empieza a dar vueltas con la cucharilla en la taza. ¿Otro descafeinado sr. Manel? No sé, bueno… ¿Tú crees que mañana volverá?
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