LAS SIETE.

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Nadie sabía cómo lograban escalar hasta esos cables, cómo se aposentaban y, mucho más complicado, cómo se mantenían en equilibrio a lo largo de las horas. Ni cómo,  de vez en cuando, conseguían girarse si  les molestaba el sol.

Cuando la ciudad decidía invitar al día, ellas ya estaban allí. Moviendo con suavidad  sus piernas,  unas piernas que, sin importar la época del año, permanecían ancladas en unas medias negras y tupidas. Alguna vez, incluso,  se les caía una de sus zapatillas, de esas con tantos cuadros como años gastados, y se las lanzábamos para que las recuperaran a golpe de bastón.

También, sujetándose con una mano al cable, solían extender el brazo opuesto  hacia arriba, como si fueran a acariciar una nube, y les soplaban besos. Cada una a una diferente, como si las conocieran, y las estuvieran esperando.  Sus caras, entonces, se iluminaban como si fueran adolescentes al volver de una cita.

En alguna ocasión, más de un vecino había intentado quedarse durante toda la noche despierto, esperando atraparlas en acción. Pero era inútil, siempre había algún momento en el que, tras un pestañeo, estaban ya colocadas.

Cómo se alimentaban, o qué pasaba si tenían necesidades, también era algo desconocido. Transcurrían las horas y no dejaban de sonreír. En los meses de más frío, eso sí, subían con abrigo y  bufanda de punto hechas por ellas mismas, que les protegía del fresquito, como solían decir.

¡Porque hablaban, y tanto que hablaban! Sin parar. Que si vaya día tan bonito, que  fíjate cómo me duele la rodilla, que si en la radio temprano ya han dicho que iba a refrescar…  A veces susurraban secretos al cielo. Y en esos momentos, alguna  lágrima de amor les caía.

Conocían el nombre de todos los vecinos, y les gustaba saludarlos cuando pasaban por debajo, desearles un buen día, preguntarles por sus cosas. Los vecinos, en cuanto podían, no dudaban en pararse y explicarles sus novedades, o preguntarles su opinión. Desde allí en lo alto ¿cómo lo veis?, ¿qué pensáis?… y ellas hacían sonreír  sus arrugas y se colocaban bien las gafas. Entonces, volvían a fijar la vista hacia arriba y, tras unos segundos en silencio, en los que solían asentir con la cabeza, les lanzaban un consejo.

Nunca nos dijeron cómo se llamaban. Somos la Uno, la Dos… y así, hasta la Siete. Siempre en el mismo orden sentadas y en el mismo lugar. Era fácil reconocerlas.

No, no, nadie las había visto antes de que aparecieran por primera vez balanceándose sobre los cables, ni jamás contestaban cuando alguien intentaba averiguar su procedencia o qué hacían allí. Pero desde esa primera vez, no habían fallado jamás en varios años.

Una mañana, de esas en las que el viento se lleva las palabras y sólo se escuchan sus latidos, yo andaba con la cabeza buscando la tierra, con unos ojos hinchados y las manos recogidas en puños. Caminaba arrastrando los pies, con un cuerpo que me pesaba en cada paso. Oí sus voces. Nena, hola, nena. Así solían llamarme. ¿Qué te pasa? ¿Qué nos cuentas? Yo simplemente me encogí de hombros, y las miré sin poder despegar mis labios. Varias gotas frías bailaban por mi mejilla.

No recuerdo qué número me habló, pero escucho aún la claridad de sus palabras. ¿De verdad crees que él vale la pena como para subirte aquí arriba y guardarle cuando llegue la hora?

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