Hoy, después de dos meses, ya lucen las lámparas en los techos. Han estado sesenta días en una caja que, por fin, he podido romper. Y sonrío.
No, no tiene que ver con quitarme sólo tratos de en medio, ni con la luz, que ya existía. Tiene que ver con convertir este espacio en mi escondite de risas, sollozos y bailes.
Sonrío porque, poco a poco, cada vez que entro en una habitación noto que me pertenece. Empezamos a hablarnos de tú a tú, con la confianza del estar a gusto, con el respeto de unas recién presentadas.
Desconfié en un principio de esa puerta de okupa, como la ha bautizado mi primo. Dudé en coger la moto y volver por dónde había llegado. Pero ya que estoy aquí….
Semanas más tarde esa puerta me conduce, cada día, a un séptimo piso que ya es mío. Un espacio con temperatura a máximo volumen, con plantas y flores, libros. Y otros libros. Fotos, vinilos y cedés. Con sombreros de paja, ornamentos y una bici. Con armarios sin hueco pero con espejos. Y la luna. Un espacio cuyas paredes permiten distinguir las estrellas y que diferentes melodías suenen a todo lo que soy y quiero ser. Hoy.
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