Dicen que no lo hacía de forma consciente, o tal vez sí, porque ni si quiera él se formulaba esa pregunta, se había acostumbrado a funcionar de esa manera. Aparecer y desaparecer. Nunca demasiado tiempo en un lugar, nunca demasiado cerca de un tú, regalando siempre el máximo, diluyéndose siempre antes de que el aire se condensara. Cuentan quienes lo conocieron que su sonrisa era sincera, pero que sus ojos, enmarcados entre arrugas que narraban pasados desconocidos, huían con la misma fluidez que una ola se desvanece, desconociendo en qué mar llega su final, que era locuaz y educado, pero que solía abrigar su interior de silencio, un interior al que sólo él conseguía susurrar. Cuentan quienes lo conocieron que pellizcaba trabajos en los que retar a cada uno de sus yos, que afloraba sentimientos que se deslizaban como pestañas en busca de deseos, que vagabundeaba por paisajes hasta que reconocía atardeceres.
Hoy nadie recuerda cómo empezaron a intimar, simplemente empezaron a verlos juntos, en horas vespertinas, cuando sus obligaciones laborales los dejaban de acosar, en esas tardes en las que la luz va despidiéndose con nostalgia, en esas noches curiosas en las que las terrazas invitan a conversar. Ella, de gestos inocentes y cuerpo menudo, reía al verle llegar con su andar desgarbado y sus piernas escuálidas, a veces con un foulard extravagante, a veces con un sombrero con clase, escuchaba atenta sus anécdotas y reflexionaban juntos las respuestas. Ella, que se vio de repente envuelta en un apego sin nombre, aprendió a jugar con esos ritmos inconstantes, con esos hasta luego, cuídate, sin nunca preguntarse qué vendría después, tal vez porque no era importante, tal vez por miedo a romper la realidad. De él recuerdan el movimiento de sus rizos cuando, cogido a su guitarra, le dedicaba canciones que despellejaban sentimientos, ella, entonces, entornaba sus ojos intrépidos, a veces grises, a veces verdes, encogía sus hombros y enredaba su melena oscura con el dedo medio y el pulgar. Y cuando él le preguntaba si quería otra más, ella sólo sonreía marcándosele esos hoyitos en los mofletes, esos hoyitos que él, dicen, afirmaba que eran sello de felicidad.
Una de esas tardes, salpicada esta vez de charcos de colores, ella estrenando vestido, con una cola alta moviéndose con cada gesto, una de esas tardes, en la que las calles olían a primavera mojada, él sin sostener la mirada cada vez que ella buscaba conversación, una de esas tardes en las que los almendros comienzan a desdibujarse, él por fin habló. Parece ser que ella no le dejó acabar, sólo escondió sus manos en puños y apretó con fuerza sus labios, no derramó ninguna lágrima, e intentando sonreír, simplemente contestó con pocas palabras. La vieron darle un beso en la mejilla, abrazarle como se abraza cuando nunca más vas a hacerlo, y salir corriendo, golpeando los charcos hasta vaciarlos. Lo vieron a él quedarse sentado durante dos horas, tapándose la cara, golpeando el suelo con su guitarra. Pero como ya se sabía, a los dos días, desapareció con su volkwasgen roja.
Yo la conocí a ella un año más tarde, compartíamos un taller de escritura, nos aficionamos a tomar algo después, y más tarde, a auxiliarnos con confidencias. Me hablaba de sus ligues, a los que siempre plantaba, pero nunca mencionó nada relacionado con él, aunque pensándolo ahora, ese “¿y si la vida fuera sólo ratos?” con el que solía acabar sus reflexiones tal vez tuviera que ver.
Una mañana, paseando por el mero placer de sentir que las aceras eran nuestras, ella empezó a aligerar el paso, hasta echar de repente a correr. Un tipo maduro con rizos, algunos rubios, algunos blancos, que daba pasos cortos para delante y detrás, esperaba unos metros más allá. Ella desapareció entre los brazos de él, quien la acarició la melena y la besó en ese espacio donde la mejilla se roza con el labio. Yo, parada, vi como se subían a la furgoneta, como se giraba para decirme adiós, como lucía la más grande de sus sonrisas.
Nunca más supimos de ella, tampoco de él. Simplemente alguien que los vio en el último semáforo cuenta que los oyó reír, que ella apoyaba su mano en la pierna de él, mientras balanceaba con ritmo su cuerpo, y que él, con esa voz suave, mirándola a los ojos, tarareaba…I want to spend my life with a girl like you, pa pa pa paaaa pa pa pa paaaaa…
Mª Eugenia
PD.: …can I dance with you?….pa pa pa paaaa pa pa pa paaaaa…
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