Rastreando….

Rastrear 4. tr. Inquirir, indagar, averiguar algo, discurriendo por conjeturas o señales.

Sí, por el mero placer de indagar tu ciudad, o tal vez por la necesidad de inquirir a  una misma, intentando ordenar en cada paso las múltiples conjeturas que se acomodan en mis pensamientos, una mañana de esas en las que Madrid saca pecho de su cielo azul, enfilo sin hora ni señales Castellana hacia abajo, con la necesidad de encontrarme con el atiborrado Rastro, con la ilusión de conseguir una obsoleta máquina de escribir.

Durante los primeros años de mi vida en la capital, el mercado madrileño fue parada obligatoria en el recorrido turístico que, cada fin de semana,   disfrutaba con mis frecuentes huéspedes. Domingo sí, domingo también, aún digiriendo las copas alzadas en Green y Archy, y con los cotilleos nocturnos todavía hirviendo, aterrizaba en la Ribera de Curtidores con la emoción de sentirme un poquito más autóctona, con la emoción de estar.  Pero mis ojos, quizás aún de guiri, quizás demasiado estimulados por la inquietud de no pederse detalle, chispeando por la simple felicidad de vivirlo, solo conseguían toparse con puestos falsos, con visitantes simulados, poniendo fin a cada visita  con cierto desencanto, y celebrando por tanto la hora de hacernos hueco en la Cava Baja para el segundo tiempo de la jornada dominical.

No consigo recordar en qué momento sentí que ese Rastro, por el que decidí dejarme ver ya con cuentagotas, me contaba muchas otras cosas. Imagino que fue al ampliar la zona de ruta, olvidándome de las camisetas futboleras y la ropa interior talla XL, los cinturones y bolsos apestados, las pieles demodé, topándome entonces con el universo de los objetos, de los anticuarios, de las historias… Tal vez fue ese domingo que volví con un baúl  lleno de confidencias, desveladas en cada una de las noches que lleva luciendo en mi habitación. Desde entonces, adentrarme en El Rastro es parar el tiempo por unas horas, para curiosear algo más de mí, y de esta pequeña gran ciudad que toma vida los domingos de manera desordenada, acogiendo con calor a quien se acerque a sentirla.

Una pequeña gran ciudad que amanece el día del Señor con olor a boquerón y patata frita, a pollo asado, que sabe a caña bien tirada, a vino malo. Que te recibe llena de turistas y emigrantes de provincias, pero te saluda con gorras de chulapo, con gominas enquistadas, con mujeres en bata, y ancianos con clavel o corbata. En los balcones de esas fachadas que reclaman pinturas, cuelgan coladas que nos impregnan de aroma de barrio, que al final es lo que es, invitándote  a brindar en la calle, que esto va de vecinos que quieren compartir un rato, sin importar de dónde llegas.

Músicos callejeros con sueños de triunfo combaten por adueñarse de esquinas y de esos espectadores que con facilidad aplaudirán y soltarán eurillos. Extensos tenderetes arañan parcelas de suelo, ofreciendo muñecas rotas, joyas que lloran, vasijas de porcelana gastada. Objetos infinitos que lucen un pasado que alguien quiso olvidar y buscan un digno presente nuevo. En los locales, muebles vintage, decoraciones cool, e individuos gafa pastas osan subir el caché de la zona a nivel internacional.

Y no encuentro esa máquina de escribir que quiera ayudarme a contar nuevas historias, pero diviso unos casettes que me hacen reír. Una guitarra, un rubio y un moreno. Retrocedo en el tiempo, como no puede ser de otra manera. Rastreo mi pasado.

PD.: en una de las tiendas choco con El Litri y Carolina Herrera (hija), muy de domingo ellos. Es lo que tiene El Rastro, es lo que tiene Madrid.

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