No le dijo que no. “¿Un árbol con libros?”. “Sí, es original, verdad?”. Así que ese viernes por la tarde le robó la siesta y se pusieron a ello, desmontando las estanterías y vaciando la cómoda. “¿Pero cuántos crees que necesitaremos?”. Ella miró la foto que tenía de ejemplo: “No sé, baja también los de arte, serán los primeros que pongamos”.
Se giró desde la escalera y la vio acurrucada en el sofá, había vuelto a perder peso, sus ojos, desde hacía meses con ojeras, hoy devoraban la vida con más intranquilidad que nunca. Se giró desde la escalera y la vio, con sus nuevas gafas de pasta azul, otorgándole un toque aun más sofisticado. Se giró desde la escalera y la vio, sonriendo y enroscándose la melena ondulada con ese gesto rápido que a él siempre le hacía quedarse embobado.
Desde que la conocía, ya antes de vivir juntos, cada Navidad Valentina innovaba en alguno de los detalles de la decoración de la casa. De entrada, él solía ser reacio. “¿Cómo que a lo Charles Dickens?” Pero siempre era tarde, sin darse cuenta las figuritas lucían ya sobre el mueble como un paisaje londinense. “Si algún día tenemos hijos, ya haremos un belén como Dios manda, pero mientras tanto…” En el fondo no le importaba, eran cosas de Valen, de hecho, su implicación había sido siempre la justa, mover alguna caja, y decirle luego qué bonito quedaba. Este año, sí quería hacerlo con ella.
-“¿Te dijo cuándo llamaría?”.
-“Anda, mira cuál aparece por aquí….La posibilidad de una isla. El primero que me recomendaste…No, no…él suele irse a las 20:00h. así que aún hay tiempo…”.
Se acercó a ella y le dio un beso largo, suave, en la boca. “Te quiero, lo sabes, no?”. Últimamente se lo decía a menudo, excepto esos días en los que era incapaz de hablarle, esos días en los que los nervios bloqueaban su capacidad de comunicación y un enfado absurdo contra el mundo se adueñaba de su comportamiento. Valentina volvió a sonreír, esta vez algo forzada, como si sus labios no consiguieran moverse, pero lo abrazó con fuerza. “Cariño, va a salir bien. Tranquilo”. Y le colocó con delicadeza el flequillo de lado, esa manía tan suya, siempre diciéndole que así estaba más guapo, que así se le veía mejor la cara.
Recordaba cuando organizaron la librería. “¿Por orden alfabético o temática?” “¿Mantenemos los tuyos en un lado y los míos en otro?”. Aún la oía decir eso de ”¡Pero qué haremos con los libros!” Era siempre su excusa cuando se planteaban el traslado juntos. Al final, todo fue fácil. Lo hicieron sin ningún tipo de orden. Así eran ellos. Los de gran formato en un espacio, y el resto, intentando acercarlos por género y agrupados por autor, pero sin seguir el abecedario ni el cumpliento de normas, simplemente según los gustos de cada uno. Riéndose mucho. Así eran ellos. Más arriba los que no importaban, y luciendo, los favoritos. Si había desacuerdo, lo jugaban a cara y cruz. “Tú ganas, adelantamos a Vila-Matas”. A lo largo de esos tres años, otros nuevos se habían quedado apilados sin decisión en los pocos huecos que iban quedando.
“Mira, aquí aparece el de cuentos de fútbol argentinos”. Se miraron cómplices. Gracias a ese título se habían conocido, en ese viaje a Buenos Aires, cuando ambos hurgaban en la misma librería en busca de relatos del país. “¿Quién te iba a decir que en lugar de con un pibite volverías con un español, eh?”. Solo fue el principio, se dieron los teléfonos, quedaron esa noche para tomar algo en San Telmo. Luego siguieron en Madrid. Durante un tiempo largo no fue nada serio, afianzando esa amistad que ella necesitaba para avanzar, que iban envolviendo confusamente con besos, con veladas manchadas de pasión y cariño. Casi dos años llenos de desencuentros, cuando uno daba un paso, el otro retrocedía tres. Casi dos años llenos de miedo, de inseguridades. Él sabía que no quería perderla, ella pensaba que no había otro igual. Se buscaban.
De repente un ruido rompió contra el suelo interrumpiendo a los Stones. Valentina salió de la cocina con la coca-cola en la mano. “¿Pero qué has hecho??!!”. “Cariño, lo siento, estoy torpe”. “Nada, venga, te ayudo. Mira que ya pensaba que acabábamos este piso”. Ella se agachó para recoger los libros que se habían desparramado. Ahí estaba Emily Dickinson. Abrió una página marcada. “Estar vivo es tener poder. La existencia, por sí misma, sin más aditamentos es suficiente poderío. Estar vivo es desear, es ser poderoso como un dios. Aquel que, siendo mortal, tal cosa consiguiera, sería nuestro Creador”. Durante unos segundos, o quizás fue un minuto no hablaron. Simplemente ella se sentó de nuevo en el sofá, apretó los labios y bajó la vista. Cogió las tijeras y se puso a cortar sin parar el papel que habían comprado para ir envolviendo regalos.
–“¿Estás bien?”.
-“Sí, sí”.- No quiso mirarlo.
– “Oye, sabes que me he encontrado hoy con Luis?”.
– “Es bonito, ¿no crees?. Siguió sin levantar la vista. ¿Y qué se cuenta?”.
– “Pues sinceramente, hoy no me lo parece tanto… Nada, todo bien, que a ver si quedábamos antes de fin de año para cenar. Que te diera recuerdos”.
Ella subió la música y desentonando tatareó más alto que nunca. “I’m free to do what I want any old time”. Se rieron, siempre había cantado fatal. Él acostumbraba a echárselo en cara. “¿Y?, pero bailo mucho mejor que tú” se defendía. Y empezó a moverse con gracia, mirando hacia el techo. Él la vio más frágil que nunca, la agarró de la cintura y la aproximó a su cuerpo. La envolvió con sus brazos bien fuerte, oía sus palpitaciones rápidas, pero ella poco a poco dejó de moverse. Ella, simplemente de puntillas, apoyó su cara en su hombro, y susurró. “Yo también te voy a querer siempre. No lo olvides”.
Había dejado de llover, llevaba así toda la semana. El cielo comenzaba a fragmentarse en rojos intensos. Siguieron con cuidado colocando la siguiente tanda, algún estribillo rompía los largos silencios que se iban produciendo. Él con disimulo iba ojeando el reloj, no quería volver a preguntarle. Valentina se desplazó unos pasos hacia atrás para mirar con perspectiva. “Pues yo creo que ya rematamos. Déjame que cuente….veinte pisos y más de cien libros. A ver si las luces nos llegan para rodearlo”. Cogió Tokio Blues. “No hay discusión, ¿eh? Este va a ser el último”. Asintió con la cabeza, no le diría que no. Además se lo había regalado él ese 23 de abril, cuando se comprometieron a dejar de esquivar sus sentimientos, ese 23 de abril en el que decidieron apostar por un presente de verdad. “Claro, por supuesto”. Subió a la escalera y lo colocó, por un momento, pareció que el árbol se tambaleaba. Aguantó.
Sonó entonces el móvil. Fueron segundos lo que Valentina tardó en alcanzarlo. A él le pesó el tiempo. Le oyó decir “Sí, hola doctor…¿Qué tal?”. Se acercó hacia ella, no decía nada, sólo escuchaba moviendo la cabeza, tenía la mano izquierda cerrada en un puño. Se la desarmó y la cogió con fuerza, estaba fría. Vio como le caía una lágrima. Vio como esbozaba una sonrisa.
Mª Eugenia – Dic. 2012
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