Ayer volví a Santiago. A pesar de no soñarlo, la frase podría ser el principio de una novela, como iniciaba Daphne du Maurier su relato, volviendo a Manderley y presentándonos a Rebeca. Pero ni lo que sigue está envuelto de terror, ni ayer era la primera vez que pisaba de nuevo la sobrecogedora Plaza del Obradoiro. Más veces he vuelto, y más veces me ha apoderado la misma emoción. Nunca más ha sido con una fatigosa mochila y cientos de kilómetros en la espalda, pero siempre que regreso a las calles empedradas de la ciudad estudiantil, reaparece en mi ese sentimiento, me atrevería a decir que de felicidad, que conocí la Semana Santa del 99.
Hacer El Camino de Santiago no parecía una idea fácil. El tiempo se preveía malo, la pasión por el monte nunca había destacado entre mis hobbies, y siendo año Xacobeo se pronosticaban multitudes. Del porqué de la decisión no podría dar ahora detalles. Dicen que la memoria de la vida de alguien no se construye con datos, sino con sensaciones, así que escarbando en la mía destapo cierta emoción pre partida, y un antojo de diversión, un anhelo de probar, de averiguar qué acontecía en ese trayecto del que todo el mundo regresaba encantado.
En mi aventura se enfrascaba también una amiga, así que si no fue por la una, fue por la otra, que acabamos empujándonos para dar ese primer paso.
Y empezamos a andar. Con nieve, sin mucho conocimiento de causa, con una guía subrayada y pocas recomendaciones, siguiendo flechas amarillas, y un poco torpes con tantos kilos en la espalda y esos zapatones de montaña. Poco a poco, el paisaje iba siendo un poco nuestro, o quizás, éramos nosotras las que, en ese mismo poco a poco, éramos absorbidas por una naturaleza que nos convertía en algo insignificante en tamaño, pero que nos hacía a la vez más grandes, más fuertes.
Diversidad de verdes intensos daban color a las rutas, hórreos señoriales engalanaban los sombríos caseríos, ancianas envueltas en negro nos sonreían iluminando la fugacidad de los saludos, peregrinos que se cruzaban en nuestros pasos intercambiando palabras de ánimo y convirtiéndose en cómplices espontáneos de ese avance hacia no sabíamos muy bien dónde.
Sin ser del todo conscientes del cómo, nos transformamos en familia. De los múltiples viajeros solitarios que con diferentes motivos se habían embarcado en el mismo trayecto, tres se convirtieron en compañeros de confidencias, diversión, y empuje. No tenía un sentido común la edad, ni la localidad, ni quizás el deseo buscado, diferente en cada uno. Simplemente un paso tiñó de amabilidad el siguiente, y un albergue tras otro dio paso a una confianza tal vez inusual en un tiempo tan corto.
Pero es que en El Camino, el tiempo no es corto, sino largo, la densidad de los minutos es más alta de lo que en nuestro a día a día solemos estar acostumbrados. Siguiendo las flechas, los minutos se convierten en espacios de introspección, de pensamiento, durante los cuales los ojos dejan de simplemente ver, para empezar a observar, para empezar a traspasar esa naturaleza que te lleva a una magia de emociones que, sin saber porqué, te empiezan a hacer un poco mejor. O al menos esa es la sensación, la impresión de que estás construyendo un yo más rico, más pleno. Tal vez, sea imposible luego de mantener, pero ha conseguido florecer durante unos cuantos días de tu vida.
Y son duras las jornadas, y hay momentos de esfuerzo que nublan las risas y la jovialidad. Pero esas ganas de abandonar que asoman ante las primeras ampollas, desaparecen a medida que te integras en ese Camino. El objetivo planificado se convierte, a lo largo de los días, en un deseo. Deseo que, paso a paso, se va convirtiendo en una realidad que, sin casi darte cuenta, palpas y sientes de forma placentera. La inquietud con la que empezaste la aventura se transforma en una larga sonrisa. Algo de mágico tendrá El Camino para que, cada año, miles de personas, sólo haciendo camino al andar y sin ningún tipo de búsqueda espiritual, pisen la Plaza del Obradoiro cargados de un extraño estremecimiento de bienestar.
Ayer volví a Santiago. Dicen que la memoria de la vida de alguien no se construye con datos, sino con sensaciones. No recuerdo el ritual de entrada en la catedral, ni dónde sellaban la compostelana, pero viendo esos nuevos peregrinos que alcanzan hoy su meta, vuelvo a llenarme de esa sensación, me atrevería de decir que de felicidad, que conocí la Semana Santa del 99.
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