…un poquito de drogas literarias….

El mundo de la escritura, o quizás debería decir el de las artes en general, ha estado desde siempre hermanado con el alcohol y las drogas.  Quizás una manera de captar otras realidades y conseguir inspiración, o tal vez, una manera fácil de sobrevivir a la soledad que suele acompañar a este tipo de profesiones.

Y no, ni todos los escritores o pintores beben o se drogan, ni todos los que beben o se drogan, escriben o pintan.  Pero si hablamos de Allan Poe o de J. London se nos escapará la palabra alcohol, si nos referimos a Thomas de Quincey uniremos la palabra opio, si nos embelesamos con Huxley y su mundo feliz, tendremos que añadir alucinógenos, y si le toca el turno al gran Baudelaire, quizás debamos brindar con absenta.

Hace poco terminé “On the Road”, libro insignia de la Generación Beat, en la que Jack Kerouac, en el papel de Sal Paradise, narra de manera acelerada y angustiante todo un viaje por las carreteras de Estados Unidos,  un viaje que realiza acompañado de otros personajes,  también autobiográficos.  Un viaje que nos muestran una América de los 50’s bañada en sexo, alcohol y drogas.  Fruto de todas esas experiencias de Kerouac, nace el libro y esa Generación Beat, insurrecta y un tanto dramática, amparada por esos Neal Cassady y Allen Ginsberg, convertidos a su vez en protagonistas de la novela.  Más de cincuenta  años después, BMW nos ayuda a recuperar la esencia del libro. “Sigo a la gente que me interesa, por que la única gente que me interesa es la que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo. La gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas. Y entonces se ve estallar un luz azul y todos el mundo suelta un ¡Ohhhhh!”.  ¿Os suena?

En  una reciente entrevista, a raíz de la publicación de su último libro, “Socorro Perdón”, era por ejemplo Frédéric Beigbeder, conocido por su polémico “13,99″, quien nos contaba la evolución de su propia escritura a través del consumo de estupefacientes.

Pero no es de los amigos beat de los que quiero hablar, ni del dandy rebelde francés.  Otro día.  Sino que recupero de la historia literaria al  “El club del Hachís”. 

Esta droga, tan normal hoy en nuestra sociedad, dio nombre a un grupo de escritores y pintores, músicos y poetas del s. XIX, que se reunía en la última planta del Hotel Pimodan de París, para experimentar las sensaciones de “esa pasta verde”, las emociones de un hachís muy diferente a lo que hoy se mezcla con tabaco, un hachís definido así por Gautier: El doctor tomó una cucharilla dorada para trocear algo con apariencia pastosa, como mermelada, y se inclinó ante una bandeja con cuenquitos de porcelana japonesa, para distribuir una porción del tamaño del dedo pulgar en cada uno”, y cuyo efecto recoge el mismo Gautier, en un texto de 1846:  “Había experimentado una revolución en el sentido del gusto. El agua sabía mejor que el más delicioso de los vinos. (…) Los invitados me parecían cada vez más extraños. Sus pupilas se dilataban como si fueran gatos,la nariz se les alargaba cual elefantes, sus bocas se abrían semejando campanas”.

Recopilación de fragmentos como éstos se encuentra en el libro que, bajo ese nombre, “El club del Hachís”, ha publicado hace unos meses Miranguano Ediciones.  La que escribe aún no se lo ha leído, pero por lo que he atisbado, hay que reverenciar la calidad literaria de los escritos, firmados por personajes como Dumas, Rimbaud, o Baudelaire.

La anécdota del post tiene que ver con el nombre original de hachís.  Cuenta Gautier en el libro que sus raíces provienen del antiguo Oriente, de la Secta de los Asesinos,  liderada por un misterioso personaje conocido como el Viejo de la Montaña. Este hombre conseguía la obediencia absoluta de sus siervos haciéndoles ingerir esta sustancia. Así pues, su nombre proviene de hachisín, comedor de hachís, raíz del apelativo “asesino”.

Así que no, no nos droguemos, pero descubramos. No abramos debate, pero  sepamos que funciona así.  No hagamos apología de las drogas, pero aplaudamos ese resultado literario provocado por esos viajes a un no sé dónde, a unos destinos a los que los lectores, sin necesidad de experimentar, conseguimos llegar con las palabras de ellos. 

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